Lo miré desvestirse y sentí el tiempo detenerse.
Cuando se acercó, miré sus ojos tristes y me dí cuenta de cuánto había dejado de extrañarlo. Entendí que no era él, ya no. Ni su olor, ni sus besos, ni su cuerpo.
Entonces me entregué a sus ganas, y con una sonrisa de alivio supe que era lo suficientemente libre y fuerte para pedir otra siesta igual.
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